De política y cosas peores / Canica azul

AutorCatón

Confieso sin rubores que me inquieté bastante cuando oí decir que el mundo se acabará hoy. Sucede que un amigo me debe 80 pesos, y prometió pagármelos a más tardar el 22 de este mes. Pensé que aprovechando el fin del mundo se iría sin satisfacer la deuda, y eso me preocupó en verdad. Pero no se va a acabar el mundo. Nosotros nos lo acabaremos, sí; pero aunque estamos trabajando activamente en eso, a nuestro planeta le queda todavía un buen tiempo de vida. Lo sé porque hay muchos niños, y cada niño es una promesa que hace Dios de que la vida seguirá. No es la primera vez que escucho hablar del fin del mundo. Tendría yo 7 años de edad cuando corrió el rumor de que iba a llegar ya fin de los tiempos. ¿Cómo era posible eso, me indigné, si estaban dando en la matiné del Cinema Palacio los episodios de La Invasión de Mongo, y faltaban aún dos para que la serie terminara? Si el fin del mundo era cosa del demonio, santo y bueno: ya sabemos cómo se las gasta el diablo. Pero si ese acabamiento obedecía a un mandato divino, que Diosito mostrara más seriedad, por favor, y no destruyera en un solo día lo que en siete había creado. El mundo no se acabó, por buena suerte. Terminó La Invasión de Mongo, y a esa serie planetaria siguió otra de aventuras en el campo mexicano: Las Calaveras del Terror. Pocos años después cundió un nuevo rumor. Se dijo que las tinieblas caerían sobre el mundo; una terrible oscuridad se abatiría sobre los seres y las cosas por causa de los pecados de los hombres. (Dijeron las mujeres: "¿Ya lo ven?"). Sólo quien tuviera en su casa una vela bendita podría poner en ella algo de luz, y eso si tenía también una caja de cerillos igualmente bendecidos, pues si no lo estaban no encenderían. Hicieron su agosto las fábricas de velas y veladoras y la insigne fábrica de La Central, que ponía en sus cajitas de cerillos obras maestras de la pintura universal. Medraron también los señores curas que bendijeron las candelas y los fósforos y percibieron por ello el modestísimo estipendio de los agradecidos y temerosos feligreses. No faltaron las lenguas vespertinas -así dijo una señora por decir "viperinas"- que propalaron la especiosa especie de que habían sido los mismos eclesiásticos quienes echaron a correr ese rumor. ¡Ah, la maldad humana! Pero llegó la fecha en que caería sobre el mundo aquella noche oscura, y otra vez...

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