DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / El primer grupo

AutorCatón

Voy a hacer una declaración autobiográfica. Al conocerla, dos de mis cuatro lectores dirán: "¡Es imposible!". Dirán los otros dos: "Ahora lo comprendo todo". He aquí esa declaración, que además hago con orgullo: fui profesor en un colegio de monjitas. Tenía yo 17 años, y sentía ya la temprana vocación por ese hermoso oficio, el de maestro, que te permite poner la mano en el futuro. Me llamaron, todavía no sé por qué, a dar la clase de Literatura en el tercer año de secundaria del Colegio Plancarte, de Saltillo, un instituto de mucho prestigio y tradición a cuyo cargo estaban -y siguen estando, ahora en el Colegio La Paz- las Hijas de María Inmaculada de Guadalupe. La congregación fue fundada por un esclarecido varón, don José Antonio Plancarte y Labastida, hombre al mismo tiempo santo y sabio. El sábado que pasó hubo una jubilosa celebración por los 100 años de presencia en Saltillo de esas religiosas que tanto bien han hecho a mi ciudad. Su colegio, claro, era exclusivo para niñas y señoritas. Había en él, antes de mi llegada, un solo maestro del sexo masculino, el querido e inolvidable profesor Benito Narro. Todo bondad era él, todo paciencia y dulcedumbre. Daba la cátedra de Biología. Sufría lo indecible cuando una alumna no sabía la lección, y más cuando pasaba apuros en el examen oral, ante los sinodales. "A ver, Fulanita, dime -preguntaba don Benito-. ¿Cómo se llama la ciencia que estudia la vida?". "No sé, maestro". "Claro que sabes; lo que pasa es que estás nerviosa. Mira, te voy a ayudar un poquito. La ciencia que estudia la vida se llama bio... bio...". "¿Biografía?". "No, no es biografía. Fíjate bien; concéntrate. Se llama biolo... biolo...". "Ay, maestro, no sé; no lo recuerdo". "Te vas a acordar, niña, estoy seguro. Voy a ayudarte otro poquito. La ciencia que estudia la vida se llama biologí... biologí...". "¿Biología?". "¡Ya ves! ¡Te dije que sí sabías!". Hombre bueno, bonísimo, don Benito Narro. Su esposa era una mujer ejemplar, y sus hijas, todas, lindísimas muchachas. Mis alumnas tenían apenas un par de años, o tres, menos que yo. Por eso al dar mis clases se hacía presente en el salón la Madre María Esther, que reservaba para mí ternuras maternales, pero -me decía un...

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