Nosotros los jotos / Buenos días, pequeño

AutorAntonio Bertrán

Antonio se subió los jeans Sergio Valente, fajó su camisa y con el short blanco de Paquito limpió el charco de semen que su pupilo había derramado tras recibir su primer beso, profundo y largamente soñado.

El muchacho, aturdido por el dolor y el placer inaugural que premiaron su audacia, no tuvo más remedio que vestirse con el mismo short y corrió a su pupitre para ocultar la prueba de su precocidad poniéndose los pants del uniforme. Con los sentidos alterados debido a la emoción de haber seducido al tan deseado profesor, sintió que despedía un intenso olor a leche de púber, pero cuando sus compañeros regresaron al salón, concluida la clase de deportes en el patio, no percibieron nada.

Era 1984 y Paquito, con 13 años, cursaba primero de secundaria en una escuela católica. El chico tierno y de complexión rolliza era estudioso pero güevón para los deportes. Como sus compañeras, había sentido fuegos artificiales en los oídos cuando Antonio se presentó como su nuevo profesor de música. Alto y delgado, de cabello negro y labios pulposos que prodigaban sonrisas, rondaba los 27 años y tenía un leve acento de hijo de españoles. ¡Era un canto a la seducción!

Los martes, las actividades del grupo abrían con dos horas de deportes. Paquito inventaba dolencias para quedarse dormitando en el salón, ubicado al final del último piso. Una de esas mañanas entró Antonio para preparar su clase, que seguía a la de educación física. Golpeó el escritorio para despertar al joven y lo regañó por tener los huevos cargados de flojera. Mas, quien realmente los tenía cargados era Antonio, pero de una fragante vellosidad de macho...

En la regadera, Paquito le había dedicado al mentor sus primeras fantasías con la mano, así que al ver que estaban solos no pudo refrenar esa sinfonía desbocada que es el deseo y, temblando, se acercó al escritorio. Puso el brazo en el hombro de su amor platónico y le preguntó qué hacía. No oyó su respuesta, sólo esos fuegos artificiales que ahí mismo lo turbaron unas semanas antes.

Rodeó el cuello de Antonio, quien lanzó un "¿Qué haces? ¡Me vas a meter en problemas!". El arrojo de la respuesta, "¡Quiero todo contigo!", desató un crescendo de música lasciva que, con la torpeza propia del aprendiz, fue de las mullidas vellosidades...

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