Nosotros los jotos / Carnales y hermanos de leche

AutorAntonio Bertrán

En un paisaje de tinacos y antenas hirieron mi doncellez cuando yo tenía 13 años...

Mis padres eran aficionados a la charrería y cada fin de semana la fiesta solía seguir después del cortijo en casa de un hermano de mi mamá, charro profesional.

Yo era un adolescente delicado y muy tímido, pero me sentía a gusto con Felipe, el hermano menor de mi tía política, la dueña de la casa, que a sus 17 años era alto, moreno y muy coquetón. Muchas veces lo acompañaba a la papelería o la tienda, así que no me extrañó que en una ocasión me pidiera que subiera con él a la azotea.

Bajo el cielo nocturno, mi amigo me preguntó si ya sabía lo que era masturbarse. Como dije que no, se ofreció a instruirme mientras se desabotonaba los jeans y agitaba al aire su reata oscura. Después de algunas manipulaciones, mi nuevo mentor me pidió que lo ayudara ¡con la boca! ¿Cómo? "Sólo imagina que estás chupando una paleta Tutsi, Carlito".

Como buen aprendiz, me apliqué en su dulce fusta, aunque estaba un tanto nervioso, así que no supe qué responder a su pregunta de si quería que terminara en mi garganta. "Te va a gustar", me aseguró. ¡Y tuvo razón!

Empezamos a bajar la escalera de caracol cuando ya nos llamaban. Se había hecho muy tarde y todos estaban embrutecidos porque en esas reuniones los licores corrían como caballos sin freno, así que nos quedaríamos a dormir ahí. Felipe me ofreció su cuarto, y claro que acepté. Nomás cerrar la puerta, mi iniciador estrenó mis labios con los suyos; acariciándome me fue quitando la ropa y, tras mostrarme completo su cuerpo marcado, se acostó en la cama y me pidió que lo montara.

-¿No me va a doler?

-No mucho. Mira, pásame ese frasco de crema.

Cerré los ojos y me fui deslizando en esa nueva montura de cuero rígido; sentí dolor y traté de zafarme, pero Felipe me sujetó y con una embestida traspasó sin más mi estrecho acceso. Iba a gritar, pero me tapó la boca. Nos quedamos quietos algunos segundos y luego todo fue como dar vueltas en un carrusel de feria desbocado. Al final, vi en la cabalgadura rastros de mi inocencia desflorada.

Nerviosismo y morbo me provocaron desde ese día los fines de semana charros, en los que Felipe siguió instruyéndome en el jaripeo secreto. En una ocasión me pidió que me adelantara a la azotea. Ansioso esperé varios minutos...

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