De política y cosas peores / El arrogante

AutorCatón

No lo digo por hacerme propaganda, pero soy un pecador. Mea culpa. Y ni siquiera un gran pecador -mea maxima culpa-: soy sólo un modesto, moderado, módico, morigerado pecador. Digamos que soy un pequeño burgués pecador. Ninguno de mis pecados sería suficiente para sobresaltar al buen padre Jáuregui, de mi ciudad, Saltillo, quien un día, al escuchar la confesión de una mujer, salió escandalizado del confesonario al tiempo que exclamaba con estentórea voz que llenó el templo: "¡Ah, bárbara! ¡Déjame ver quién eres!" Por eso, porque tengo mis propios pecados -algunos muy impropios-, no me siento con derecho a hablar de los pecados de mi prójimo. Lo hago sólo cuando la culpa ajena trasciende los límites de lo privado y se hace pública. Una de las peores faltas que hay es la soberbia. Madre de todos los pecados, por soberbia cayó el ángel maligno, Lucifer, y por soberbia también cayeron nuestros primeros padres, con cuya caída caímos todos los humanos, excepción hecha de algunos como Francisco de Asís, Cervantes, Mozart, Van Gogh, la Madre Teresa, Harpo Marx y otros en quienes ha residido la esencial inocencia de la criatura humana. La soberbia, pienso, es el pecado de los tontos, exasperante siempre y risible muchas veces. La soberbia es el ropaje con que se viste el cuerpo para ocultar la desnudez de la mente y el espíritu. Causa pena ver cómo algunos profesionales de la religión, esos que se sienten compadres de Dios y concesionarios únicos de su palabra, actúan con arrogancia detestable. Tal el caso de Juan Sandoval Íñiguez, cuya actitud contrasta con la de su superior el Papa, hombre bueno, ejemplo de humildad y sencillez. Hace unos días, en Guadalajara, durante la misa de exequias de una dama, los músicos del coro empezaron a interpretar Dios Nunca Muere. Hermosa música es la de ese vals, y su letra profundamente religiosa. No tienen esa belleza y esa hondura algunos ñoños cánticos que se escuchan en los templos desde que la...

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